Consumo de Drogas durante el embarazo
El uso de las drogas adictivas
El uso de drogas adictivas representa un fenómeno sociocultural de amplia trascendencia, cuya historia moderna puede rastrearse con claridad hasta la década de los años 60. Durante ese tiempo, emergió un movimiento contracultural —la generación hippie— que, en un intento de liberarse de las estructuras sociales rígidas y conservadoras, adoptó el consumo colectivo de sustancias como una manifestación de rebeldía y búsqueda espiritual. Aquella práctica, lejos de ser aislada, se convirtió en un ritual compartido que marcó profundamente el imaginario de la época. La exaltación de la libertad personal y la ruptura con normas tradicionales fueron acompañadas por la incorporación de drogas como la marihuana, el LSD y otras sustancias en contextos de convivencia grupal, festivales masivos y protestas.
Sin embargo, esta aparente búsqueda de expansión de la conciencia tuvo implicancias profundas y, en muchos casos, trágicas. Muchas mujeres que participaron de esa dinámica quedaron embarazadas, y sus hijos fueron expuestos a los efectos de diversas drogas mientras se encontraban en etapa de gestación. Esta realidad despertó un interés médico y académico que empezó a documentar las consecuencias del uso de sustancias durante el embarazo, apareciendo las primeras referencias en la literatura especializada sobre los efectos perinatales de la exposición intrauterina a estas sustancias.
Durante ese tiempo, se comenzó a reconocer el impacto potencialmente teratógeno de drogas lícitas como el tabaco y el alcohol —consumidas con frecuencia sin conciencia de sus riesgos— así como el de las drogas ilícitas, cuyo acceso y popularidad comenzaban a crecer. Ya en los años 70, estudios clínicos empezaron a identificar manifestaciones neonatales en los hijos de mujeres adictas, particularmente a opioides como la heroína, y a sustancias legales como el alcohol. Se describieron cuadros de abstinencia neonatal, caracterizados por irritabilidad, temblores, dificultad para alimentarse y problemas respiratorios, que obligaban a un abordaje médico especializado. La metadona, utilizada como tratamiento sustitutivo en muchas adictas, también mostró efectos adversos en los recién nacidos.
Hacia los años 80, la atención clínica y social se desplazó con fuerza hacia la cocaína, que comenzó a ganar terreno como droga de alta demanda, especialmente en sectores urbanos. La aparición de síntomas más específicos —tales como problemas de desarrollo neurológico, retrasos en el crecimiento intrauterino y complicaciones obstétricas— intensificó la preocupación de los profesionales de salud. Se logró incluso establecer perfiles psicosociales recurrentes entre las mujeres embarazadas con adicción, lo que permitió desarrollar herramientas de diagnóstico social para identificar casos de riesgo mediante encuestas y entrevistas sistemáticas.
Un análisis más profundo sobre el entorno de estas mujeres reveló patrones preocupantes. Las embarazadas adictas, en una proporción significativa, provenían de hogares marcados por el abuso de sustancias, en especial el alcoholismo paterno. Esta historia familiar de adicción parecía heredarse no solo en términos genéticos o conductuales, sino como parte de una cultura de vulnerabilidad y trauma. Estudios señalaron que entre el 30% y el 50% de estas mujeres reportaban haber sufrido abuso sexual durante su infancia, así como otras formas de abandono o negligencia afectiva.
Al iniciar su vida sexual, muchas de ellas continuaban estableciendo vínculos con hombres también adictos o alcohólicos, perpetuando un ciclo de relaciones marcadas por violencia doméstica, dependencia emocional y deterioro de la salud mental. Este entorno —profundamente hostil y desestructurado— favorecía la aparición de trastornos psiquiátricos como ansiedad, depresión y estrés postraumático, que a su vez podían agudizar la necesidad de consumir sustancias para evadir el sufrimiento. Se genera entonces una forma de alienación psicosocial, en la que la percepción de la realidad, los valores morales y la estructura ética parecen distorsionarse profundamente. Romper ese ciclo se vuelve extremadamente difícil, no solo por el arraigo conductual, sino por la falta de recursos sociales, afectivos y terapéuticos que permitan construir un camino de recuperación integral.
Fuente: Ministerio Micreasol Chile
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